De pie, sobre el atril, más seguro de sí mismo que de costumbre,
se dispone a hablar a un público impaciente. Observa a su alrededor: un
perfecto decorado lleno de personajes planos y secundarios que están dispuestos
a escucharle y a aplaudirle; un atrezzo compuesto de luces y un espacio físico
sin más decoración que banderas y colores afines a su partido. Una marea de un
único color esperando a que empiece la función. Él lo sabe, sabe que todo se
reduce a eso, a un teatro, la representación de su escalada a lo más alto. Su
obra magna es eso, una ilusión de promesas vanas con la posterior ovación de un
rebaño que ha seguido siempre al mismo pastor pero de diferente cara. Él sabe
cuánto es necesario para sus ovejas ser convencidas por el pastor, él sabe cómo
debe conducirlas hacia el lugar seguro, aunque sólo sea un espejismo. Y es
precisamente él, la persona que menos sabría conducir a ningún lado, la que
tiene que semejar, la que tiene que actuar con normalidad y representar un
papel con el que se siente muy cómodo. Y para él estos asuntos ya le son
familiares: va de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, contando el mismo el
cuento y vendiendo la misma panacea a los ignorantes, como si de juglares se
tratara. Por eso nunca le costó aprender, pero sí comunicar.
Y hoy, delante de
su público expectante se alza majestuosamente su encanto y talento para
convencer. El texto que ha escrito está bien aprendido, sólo queda
transmitirlo.
De repente fluyen
las palabras de él como el agua de una fuente. Su discurso brota con soltura y
estilo, con la gracia y el carisma de un cómico, y la exactitud y precisión de
un robot. Las expectativas se cumplen, el esfuerzo tiene su recompensa.
Lo está
consiguiendo, lo ve en sus caras.
Ha contado y ha
prometido lo de siempre, unas ilusiones que sólo son ilusiones en su cabeza y
que se transforman en promesas en su boca para los invitados al teatro. Él
siempre quiso ser actor, pero como vio que no le reportaría muchos beneficios,
se metió en la política. Y mientras, las palabras brotan de su boca, haciendo
asentir con convicción a los allí presentes.
Tras el discurso
una gran ovación recorre la sala. Lo ha conseguido, en su cabeza sólo hay una
idea: el voto está asegurado. Es un buen rebaño.
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